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CUANDO EL CÁNCER LLEGA A TU VIDA: MI EXPERIENCIA PERSONAL

Ahora que ya han pasado muchos años desde mi diagnóstico y recuperación, puedo decir que el cáncer nunca te abandona, aunque consigas sobrevivirlo.

Yo era apenas una joven graduada en Medicina y estaba realizando mis prácticas en Roma. Después de un año en el Hospital Universitario Umberto I, mi familia decidió que era momento de dejar Europa para volver a Venezuela y, aunque no estaba muy entusiasmada con ello, me resigné al retorno pensando que allí mi trabajo en medicina podría ser más específico y mi aportación a los necesitados sería mayor que la que estaba ofreciendo en aquellos momentos. No puedo menospreciar la experiencia adquirida en Roma, además de las hernias y apendicitis, también llegaban casos muy originales: desde un candado estrangulando un pene, hasta una perforación intestinal con peritonitis por la penetración anal de una botella rota... ¡Las noches romanas también tenían lo suyo!

Al poco tiempo de llegar a Venezuela me asignaron al servicio de Medicina Interna de un hospital. No tuve una bienvenida especialmente acogedora, ya que, al visitar a mis primeros pacientes, nada más abrir la puerta, me recibieron seis tuberculosos vomitando sangre. En ese momento pensé que tal vez no estaba preparada para esa tarea, pero me determiné a seguir adelante esperando una especialidad mejor. Tiempo después pasé al servicio de Ginecología y Obstetricia, donde pude asistir a mi primer parto, una experiencia igualmente sobrecogedora: no sabía a quién atender primero, si al bebé que nacía morado y con los ojos hinchados, o la madre que se estaba asfixiando porque una lombriz le salía y le entraba por la boca con cada contracción uterina. Era marzo del 1978 cuando estuve rotando por los Servicios de Urgencia. Era la temporada en la que llegaban muchos campesinos con las piernas gangrenadas por las mordidas de serpientes, pero lo más común eran los heridos por machetazos y disparos con armas de fuego. Entre unos y otros, la Unidad de Cirugía me pareció un campo de guerra. Así fue mi debut profesional en América del Sur.

Por suerte, mi regreso personal fue mucho más cálido. Sentía que estaba dando inicio a mi nueva vida, buscando casa, retomando viejas amistades e incluso recibiendo una propuesta de matrimonio a las pocas semanas de mi regreso. Había recuperado ese sol tropical que ya tenía olvidado y que a partir de ahora me acompañaría siempre. Sin duda, su alegría amortizaba lo impactante de mis experiencias intrahospitalarias. ¿Quizás sí tenía un sentido haber vuelto a casa?

No había pasado mucho tiempo cuando, sin previo aviso, empecé a padecer un fuerte dolor de garganta y sudoraciones nocturnas. Al principio pensé́ en un simple resfriado, pero al ver que se prolongaba demasiado acudí al especialista. Su diagnóstico encendió la voz de alarma: estos ganglios no son de la garganta. Las palabras del doctor retumbaron en mi cabeza y viajé de inmediato al Hospital Universitario de Caracas, donde la biopsia reveló una proliferación tumoral linfática. Más tarde, el mismo diagnóstico se confirmaría también en el Hospital de Houston.

Le pregunté al hematólogo cuanto me quedaba de vida y su respuesta no pudo ser más tajante: así́ como vas, no más de seis meses. Completamente aturdida, lo primero que pensé́ fue algo que hoy puede parecer absurdo, pero que demuestra hasta qué punto nuestra mente pierde el control cuando recibe una sentencia de muerte tan ajustada. “No puede ser, yo no he tenido hijos”.

En esos diez días mis pensamientos fueron muchos. La rabia y la frustración me invadieron. El desconsuelo era tan grande que pensé en renunciar a todos mis credos, pero me aferré a algo que siempre había deseado: decidí aceptar la propuesta de matrimonio que había recibido al poco de llegar a Venezuela. Siempre había pensado que el matrimonio era algo muy romantico y, en el peor de los casos, tal vez sería lo último hermoso que haría en la vida.

Todo sucedió́ muy deprisa, el matrimonio, el viaje, la llegada al Medical Center. Era una noche fría de diciembre y no quería ver las caras tristes y afligidas de los que me acompañaban, así que me disfracé y comencé a repartir regalos. Recuerdo la ilusión con que viví ese fin de semana: las visitas a la ciudad, la pista de patinaje sobre hielo, los brownies con helado de vainilla... Festejamos la Navidad en el elegante Hotel Sheraton de Houston, pensando que tal vez esa sería la última que celebraría y que, por tanto, tenía que disfrutarla al máximo. El lunes siguiente empezaría mi tránsito por el túnel de la enfermedad.

Llegado el lunes fuimos a la clínica y allí nos hicieron pasar a una habitación donde una gran pantalla nos avisaba del coste económico del proceso que iba a empezar: “Esto no es un centro de beneficencia, o tienes la cantidad indicada o te puedes ir”. Así́ fue como despojé a mi madre de todos sus ahorros.

Al día siguiente de esa primera revisión, el hematólogo que llevaría mi caso me sometió́ a una serie de estudios y análisis: una punción de médula ósea, una linfografía, una resonancia, etc. En apenas tres días el doctor pudo apreciar el aumento galopante de mis ganglios linfáticos en el cuello y preauriculares, por este motivo, mi cuello taurino fue examinado por cuatro especialistas más. Al ver los resultados histológicos, todos estuvieron de acuerdo en acelerar el proceso. Después de las dos primeras quimioterapias, seguirían las 30 terapias de radioterapia, para retomar luego 12 quimioterapias más.

Recuerdo una de esas primeras visitas al hospital. Yo estaba sentada en la recepción cuando un espectacular joven se sentó́ cerca de mí. ¿Acompañas a alguien?, me preguntó. Yo le respondí que la enferma era yo. Me dijo que era un patólogo, que estaba esperando un taxi para acudir a un congreso. Recuerdo sus palabras cuando se levantó para irse: tú no tienes nada de eso, recuérdatelo. Lamento no haberlo vuelto a ver para darle las gracias, ya que esa frase la llevé siempre grabada en mi mente y fue el estandarte de mi batalla. Una batalla que a lo largo de un año entero me llevaría cada tres semanas de Venezuela a USA y viceversa. Mis pensamientos en cada uno de esos vuelos siempre era el mismo: “si se va a caer el avión, que sea a la ida y no a la vuelta”. Los que han pasado por esto, me comprenderán.

La enfermedad seguía su proceso y en dos semanas mi gravedad estaba en estadio II. En esas condiciones, acudí́ al primer día de quimioterapia, en el séptimo piso de hematología. Era un amplio salón blanco, donde se encontraban las enfermeras de turno y una considerable cantidad de pacientes, tanto adultos como niños. Mi enfermera me esperaba con cuatro sueros diferentes ⎯los recuerdo todos perfectamente: Cytoxan , Adriamicina, Bleomicina y Vincristina, cada uno con su función⎯.

Me quedan dos viejas cicatrices a los lados del cuello que me recuerdan esos días, aunque no fui consciente de las otras secuelas hasta después de algunos años. En aquel momento no me preocupaban, ya que tenía solo seis meses de vida, pero sea cual sea tu esperanza de vida es importante saber qué te va a suceder a raíz del tratamiento, aunque también es importante respetar que muchos de los pacientes no quieran saber nada.

Al poco de haber iniciado el tratamiento, los ojos me comenzaron a lagrimar y se me congestionó la nariz. Traté de buscar a mi alrededor a otros con mis mismos síntomas, pero lo que vi me llamó mucho la atención: la mayoría de ellos estaban comiendo nachos y galletas Oreo y bebían Coca-Cola. ¡Qué hambre tienen!, pensé. Después, gracias a mis vecinas de sillón, me enteré del motivo de esas comilonas. Me recomendaban las vecinas, comer varias veces al día y asistir a la terapia con el estómago lleno, porque era mejor evitar los vómitos en seco ya que la bilis acababa quemando el sistema digestivo, esto se explicaba de forma muy escueta en el folleto de la Clínica que yo ni siquiera eso había leído por la angustia del momento.

En cuanto al cabello, ya estaba prevenida de lo que iba a pasar. Se te caerá́ el cabello, a lo mejor no en la primera ni en la segunda sesión, pero acabará cayendo. En cuanto lo supe decidí́ cortar mi larga melena y en el tercer tratamiento ya tenía una colección de diversas pelucas, desde la más rizada a la más lisa, todas cortas. Hasta el hematólogo me decía “ te saldrán pasitas ” era peruano, y quiso decirme rizado ( pero yo no lo captaba) o “ te cambiará el color “ si es color ceniza cambiaré el look, le decía bromeando .Me quedé sin cejas, completamente lampiña, no quedaba rastro de pelo en ninguna parte de mi cuerpo. Mis compañeras de desgracia lloraban esta gran perdida, pero yo nunca le dí esa importancia vital que le daban ellas. Sabía que llegado el momento volvería a crecer, aunque no estaba segura de si yo llegaría a vivir ese momento.

Aún recuerdo el primer día que me quité la peluca. Fue más adelante, cuando ya me habían dado el alta y estaba cubriendo una plaza de suplencia en las afueras de la ciudad, donde la gente malvivía en chabolas y muchos morían de hambre. Tardé seis meses para que me crecieran tres centímetros de pelo, pero el calor de Venezuela era intenso y húmedo en épocas de lluvia y la peluca era especialmente molesta en esa temporada, así que decidí quitármela. Los indiecitos a los que asistía me recibían contentos porque sabían que siempre tenía algo para regalarles. “¡Ya llegó la Doctora Topocho!”, aclamaban, comparándome a una clase de plátano con ese nombre, muy parecido a mi cabeza sin cabello de ese momento.

Eran las siete de la noche cuando salí de la clínica tras mi primera sesión. Tanto mi madre como yo habíamos pasado todo el día sin probar bocado y al salir a la calle ella intentó animarme: “¡Cómo brilla el anuncio de ese Burger King!, vamos a entrar a ver que hay”. A pesar de que estaba pendiente de los efectos adversos del tratamiento y de que empezaran los vómitos, accedí a su invitación, pensando que los colores del local me alegrarían un poco. Me engullí́ mi primera hamburguesa de carne grasienta con todas sus salsas y, desde ese día, nunca más. Llegué a la habitación, encendí la televisión y seguí a la espera de los efectos secundarios. Miraba a mi madre de reojo en el espejo, silenciosa y también preocupada por la evolución del asunto. Una hora después ya estaba corriendo a vomitar y, a partir de entonces, los vómitos se repitieron cada hora, hasta altas horas de la madrugada, cuando ya estaba exhausta y solo vomitaba hiel.

Al día siguiente algo se había resquebrajado en mí y no pude salir de la habitación, pero al tercer día tuve que hacerlo porque tenía un hambre atroz. Era el efecto de la cortisona que estaba tomando a diario, gracias a la cual me comía un montón de chicken fries con patatas y sin patatas así cómo todo lo que me apeteciera. En treinta días aumenté mi peso en 10 kg.

A lo largo del tratamiento, generalmente me sentía bien la segunda y la tercera semana después de la quimio, pero en cada sesión los efectos adversos empeoraban. Así́ aprendí́ que la quimio tiene un efecto acumulativo y que su toxicidad va en aumento en cada sesión.

Lo que peor llevaba era el cansancio repentino, que podía aparecer en cualquier momento y me obligaba a recostarme sin importar el lugar en el que me encontraba, por eso era peligroso conducir. Tampoco era conveniente salir a lugares concurridos, ya que cualquier virus me hubiera podido matar. Un simple resfriado podía transformarse en una neumonía, así que renuncié a mis clases de inglés y dedicaba mis horas vespertinas a las novelas mexicanas en la televisión de mi habitación.

Los que recibíamos terapias nos reuníamos todos en el hall del hotel como a las siete de la tarde y ese era el momento en que podía relacionarme con otros como yo. Aunque a veces no lo parezca, la gente es sensible al dolor ajeno. En poco tiempo mi bolso se llenó́ de estampitas, pañuelos bendecidos y hasta joyas, como unos pendientes de oro, que me regaló una señora mexicana con apariencia de artista. Se los quitó y me los puso en la mano. Era un trébol lleno de pequeños brillantes que me ha acompañado toda la vida, así́ como otros amuletos de los muchos mexicanos que concurrían allí.

Cuando comenzaron las radiaciones en el área mandibular inferior y cuello, desde el primer día empezaron también los estragos. El cobalto afectaba mi centro del vómito a nivel cerebral y en treinta días había perdido diez kilos. Me llenaron de cortisona desde el segundo día y esto me infló como un globo. Cuando me veía en el espejo me costaba reconocerme, ya no era la misma. Mi cuerpo era un acordeón. Entraba y salía del hospital como un zombi, sorteando a los que me ofrecían cannabis para pasar las malas horas. Más adelante también se vieron afectadas mis glándulas salivares, con lo que la saliva ya no limpiaba mi boca y la textura de cualquier alimento, desde la mermelada a los helados, me recordaban al yeso. Tardé ocho meses en recuperar esas funciones y aun así no lo hice al 100%. Los efectos de la quimioterapia, salvo fármacos específicos, suelen ser reversibles, pero los de la radioterapia son irreversibles y siempre quedan sus mutaciones.

Recuerdo una mañana de una de las tantas sesiones. En la sala de tratamiento, mi madre me hizo notar un detalle. “Mira esos niños tan pequeños, todos recibiendo su tratamiento y sin nadie que los acompañe”. Los volvimos a ver al anochecer, cuando ya salían del hospital y sus madres los esperaban y recogían con el coche. Ni mi madre ni yo podíamos comprenderlo, y aunque respeto los motivos que pudieran tener para actuar de ese modo, creo que nunca dejaría a mis hijos solos en un día de quimioterapia.

Llega la octava sesión, pero mis resultados no son buenos. La médula no responde y los glóbulos blancos no aumentan. Aunque faltaban seis sesiones, se decide suspender el tratamiento y me dan treinta días de descanso que aprovecho para regresar a casa y relajarme, intentando disminuir la ansiedad que me provocaban las visitas al hospital. Llamé entonces a un oncólogo amigo mío que trataba en zonas rurales, especialmente con el pueblo indígena y me recomendó́ lo mismo que les hubiera recomendado a ellos: cocinar tres patas de gallinas hervidas hasta sacarle toda la médula, porque eso me haría subir las plaquetas y glóbulos rojos, también guanabana (en Europa conocida como graviola), extracto de semilla de albaricoque, zumos verdes, vitamina B17... La lista era tan larga que le contesté que no estaba segura de tener tiempo suficiente para todo.

Cuando volví́ a los controles... ¡sorpresa! Ya no había enfermedad. Siempre he creído que la curación fue debida a la alegría de mis células, contentas de saber que ya no serían torturadas, que fue mi sistema inmune quien retomó el mando de la situación. Me volvieron a ver después de seis meses y me explicaron que todo continuaba estable y que a partir de entonces me controlarían cada seis meses durante dos años.

Me habían explicado que casi todas las mujeres quedaban estériles, pero como me ofrecían tantos niños en mis consultas rurales, pensé́ que no sería un problema adoptarlos. No había pasado un año cuando tuve la gran sorpresa de mi embarazo, aunque en ese momento la noticia fue recibida con un cierto dramatismo porque querían que lo abortara. Tanto el hematólogo como todo el equipo médico me aconsejaron que interrumpiera el embarazo por el riesgo a una reactivación de la enfermedad. Regresé al centro de genética de Houston, donde me confirmaron que no tenían estadísticas al respecto y así tomé la decisión de seguir adelante con el embarazo. Hoy, el fruto de esa decisión tiene 40 años y, seis años después, aún nacería otra hija, la flor de mi jardín.

¿Qué he aprendido de todo ese proceso? Hay muchas cosas que los médicos desconocen. Sin lugar a duda, las emociones juegan un rol importante y contar con el apoyo del entorno más cercano ayuda mucho a seguir luchando. Todo lo que pasé durante ese tiempo cambió mi mente y mi percepción de la vida. Me dediqué a estudiar cómo podía recuperar las funciones celulares que se habían visto perjudicadas y cómo mantener el equilibrio de su trabajo conjunto para el bien de la salud. También investigué cómo evitar que los factores externos afecten a las células y dirigí mi vida hacia nuevas fronteras de la Medicina que en aquel entonces no tenían la importancia que tienen hoy. Sin ser muy consciente de ello, estaba en el lugar correcto. Los estudios de hematología, geriatría, pediatría y toxicología me volcaron hacia esas patologías neurológicas, degenerativas, autoinmunes y del Neurodesarrollo y terapias de rehabilitación vascular que la Medicina Ortodoxa condena, pero que en la actualidad me llenan de satisfacción por los grandes logros en la SALUD.

Mi experiencia es larga y tengo mucho que contar. He sobrevivido 40 años y si hoy se cerrara el círculo, podría decir sin dudarlo que he vivido. Mientras tanto, si tú estás en esta misma cruzada, te ayudaré con mi cariño y experiencia. Y recuerda siempre, ¡ Qué no todo está escrito!

Dra.Rosella Mazzuka.